Por Alfredo Sepúlveda (*)
Vamos primero por los pulgares arriba. El «Estado Social y Democrático de Derecho» es una piedra angular de cualquier Constitución que se precie de moderna y, me parece, un punto importantísimo de consenso. El «Estado Social y Democrático de Derecho» está alineado con la tradición histórica del país. Incluso con el mal llamado “modelo neoliberal”, pues la constitución vigente, con todas las reformas desde 1989, consagra una economía abierta con correcciones de mercado por parte del Estado. Pero, en fin, eso da para discutir en otro momento.
Me parece que es una base sobre la que avanzar, gane el apruebo o gane el rechazo. Destraba asuntos complejos y prácticos, que fueron importantísimos durante el estallido social y que luego no lo fueron tanto, debido al derrotero que siguió el debate constitucional. Pero aquí está, y brilla. Y sobre esta base se puede trabajar en pensiones, educación, salud, infancia abandonada, sectores y regiones postergados, etcétera.
La «protección y garantía de los Derechos Humanos como fundamento del Estado» va en el mismo sentido. Así como, en general, la idea «no discriminatoria» en el sentido más amplio posible. Se mantiene la igualdad en dignidad y derechos (bien) y se propone alcanzar efectivamente la igualdad entre sexos (mejor). El Estado sigue siendo laico. Las familias lo son en sus diferentes formas y no está el conservador «núcleo básico de la sociedad» que, más allá de si uno lo cree o no, no debe ser objeto de definición constitucional. A mi juicio, debe simplemente experimentarse en la vida social.
Las familias lo son en sus diferentes formas y no está el conservador «núcleo básico de la sociedad» que, más allá de si uno lo cree o no, no debe ser objeto de definición constitucional. A mi juicio, debe simplemente experimentarse en la vida social.
Se garantiza constitucionalmente, que no es poco, la investigación, sanción y reparación de violaciones a los derechos humanos. Y me gusta mucho la cláusula antigolpes de Estado (art. 16, 3 y 4), que hubiera hecho imposible a la Junta de Gobierno de 1973 arrogarse la soberanía y la representación sobre la base de una Constitución que había sido bombardeada (por eso hubo que dictar otra).
Es decir, hay un núcleo básico de principios civilizatorios, y aquí hay que reconocer que el texto avanza varios metros con respecto a constituciones anteriores. Bien.
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El capítulo tiene otras disposiciones que no me entusiasman, aunque me parece que puedo vivir con ellas, aún si son aprobadas. Por ejemplo, no estoy de acuerdo, pero puedo vivir con la idea de una paridad de género absoluta. No podría estar en desacuerdo con que exista la igualdad entre los sexos, pero la paridad de género que se propone aquí, a mi juicio, pasa a llevar ciertas bases democráticas como la expresión soberana. Yo creo que quien saca más votos debe ser la persona electa y que quien está mejor calificada para un cargo público debe quedarse con el cargo. No hay que corregir nada, pues ha sido el pueblo soberano quien se ha expresado.

La misma propuesta constitucional nos define como un Estado democrático de derecho, lo que, estimo, hace cortocircuito lógico con la paridad absoluta. Quiero recordar que este argumento implica que, eventualmente, el directorio de Codelco podría estar integrado solo por mujeres, si ellas son las mejores para el cargo, ¿por qué no? ¿Para qué meter, entre medio, gente que no está quizá tan calificada?
Entiendo de dónde viene esto: las desigualdades estructurales en el acceso de las mujeres a trabajos, sectores, esferas ocupadas cultural e históricamente por varones. Las diferencias en sueldos y las cargas culturales asociadas a la crianza y cuidado de la familia existen y me parece muy bien que haya una preocupación consagrada constitucionalmente que tienda a eliminar todas estas brechas.
Solo creo que la paridad «en la cumbre del sistema»; es decir, en el sistema electoral o en sistemas administrativos que tienen como misión allegar recursos para que el Estado pueda realizar las políticas públicas que, entre muchas otras, justamente pueden contribuir a eliminar este tipo de injusticias, son un disparo en el pie. Pero, para mí, no constituyen un «casus belli», sino una discrepancia importante.
Con respecto al «reconocimiento de pueblos y naciones indígenas», apoyo absolutamente el reconocimiento. Pero me confundo con los «pueblos» y estoy en contra de las «naciones».
Lo primero es evidente y necesario. Es moderno y civilizado reconocer que en Chile existen ciudadanos que desarrollan sus proyectos de vida en el marco de culturas –lenguajes, rituales, instituciones– que estaban aquí antes de que se fundara el Estado (y que siguen estando).
Pero ¿no era que en el Preámbulo dice que el «Pueblo de Chile (está) conformado por diversas naciones»? ¿De dónde salen, entonces, «los pueblos», en plural, indígenas? ¿No que eran «naciones»? A mi juicio, la interpretación literal de la Constitución es importante.
Estoy en contra de la idea de que el pueblo de Chile esté constituido por diversas naciones. Me parece que, simplemente, la evidencia histórica no respalda esa idea. Pero, más allá de mi opinión, veo aquí que el texto se enreda, y no debe hacerlo.
Creo que el texto debió haberse decidido. Tal como dije con respecto del Preámbulo, estoy en contra de la idea de que el pueblo de Chile esté constituido por diversas naciones. Me parece que, simplemente, la evidencia histórica no respalda esa idea. Pero, más allá de mi opinión, veo aquí que el texto se enreda, y no debe hacerlo.
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Tengo mis dudas con que se declare constitucionalmente que existe una «interdependencia» con la naturaleza entre las personas y, de nuevo, los “pueblos» (¿o se refiere a las naciones?). Mi aprehensión con respecto a que este pedazo del texto es que pueda significar cese de actividad económica. También podría argumentarse que somos interdependientes con la construcción cultural humana, expresada en símbolos, de la misma manera que lo somos con la naturaleza.
No estoy seguro tampoco con consagrar constitucionalmente que no importa si en una familia hay vínculos filiatorios. De nuevo, éste es quizás uno de esos temas que es mejor que queden al arbitrio de la vida social. ¿Por qué hay que andar definiendo o no definiendo la intimidad?
Además, si andamos diciendo constitucionalmente que se es familia aún si no hay filiación, entonces, ¿para qué adoptar legalmente? No estoy seguro de que sea bueno para los niños ser simplemente «allegados»; es decir, hijos sin filiación legal. Puede que me equivoque, pero creo que aquí hay un exceso, y no era necesario.
No me gusta demasiado, pero no importa tanto, establecer constitucionalmente los símbolos patrios o étnicos (o lo que sea). Me parece que los símbolos, como el lenguaje, nacen de la vida y de la interacción social. Serán aceptados y valorados de acuerdo a ellas. Si necesitan «protección» es que no tienen arraigo en la cultura y, por lo tanto, son algo vano.
Con respecto a las relaciones internacionales, en sus principios, como la no intervención, tampoco me parece que tengan que estar explicitadas; es decir, «cerradas». Cada cierto tiempo concurrimos a elegir autoridades, también según la visión que tengan con respecto al lugar de Chile en el mundo. Me parece que dictar, desde la Constitución, cómo tiene que ser la política general de relaciones internacionales es ponerle la pata encima a la soberanía popular.
Los símbolos, como el lenguaje, nacen de la vida y de la interacción social. Serán aceptados y valorados de acuerdo a ellas. Si necesitan «protección» es que no tienen arraigo en la cultura y, por lo tanto, son algo vano.
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Un «no, no y no», para mí, es la plurinacionalidad. Me parece que la plurinacionalidad se construye sobre un error conceptual de apreciación de la historia de Chile y una agenda política manifiesta contemporánea y parcial. La plurinacionalidad así planteada implica la posibilidad de construcción, en la práctica, de cuasi Estados. No lo son del todo, solo porque no tienen injerencia en las relaciones internacionales ni organizaciones que apliquen la fuerza legítima y porque están obligados a reconocer la unidad de Chile.
Yo entiendo que la plurinacionalidad no es una idea aberrante y no soy de los que quieren salir a incendiar el país por plantearlo: entiendo de donde viene. Pero sencillamente no me cuadra con la evidencia: Chile no tiene una trayectoria de «diversas naciones», sino una historia de un pueblo que va abriendo posibilidades de inclusión a más y más sectores marginados, haciéndolos parte de la «masa soberana».
¿Qué hay con esa trayectoria? ¿Llega hasta aquí no más? Con todo respeto, y no estoy siendo irónico, me suena a las buenas intenciones que tenía el apartheid, que en su publicidad sostenía que había un orden divino y que cada raza tenía derecho a progresar, solo que separada una de la otra. La realidad, como todos sabemos, decía otra cosa. No digo que esto sea exactamente como aquello, pero sí digo que hay una «pulsión de separación» que no se hace cargo ni valora el camino recorrido en la definición del pueblo chileno. Los esfuerzos para que el pueblo chileno sea en realidad «diversas culturas», sobre lo que hay un consenso enorme, son cambiados por una estructura inédita de autonomía política y económica.
Una interpelación hecha por una pareja de huilliches de Chiloé a la ex convencional Elisa Loncón en redes sociales habla al respecto. El fondo del argumento de los chilotes expresa que ellos se consideran «huilliches chilenos»; o sea, tienen ambas identidades. Pero marcan la diferencia entre ellos y los mapuches. Indican para eso aspectos como quién llegó primero al territorio o qué pueblo originario es más violento. El efecto nocivo de la plurinacionalidad, entonces, no solamente es con respecto al «pueblo chileno»: la pulsión también puede ser entre los originarios. Puede que este conflicto entre pueblos originarios exista y que no lo conozcamos. ¿Pero no es el rol del Estado apagarlo? ¿Si no para qué ejerce soberanía?
Me parece que la plurinacionalidad se construye sobre un error conceptual de apreciación de la historia de Chile y una agenda política manifiesta contemporánea y parcial.
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El otro factor es consagrar la «efectiva participación en el ejercicio y distribución del poder» por pertenecer a un pueblo originario (art. 5, inciso 3). Ésta, a mi juicio, es una idea radical y peligrosa. Yo entiendo a la democracia, sobre todo, como un sistema de resolución de conflictos que nos evita derramar sangre. Asignar poder por el solo hecho de tener una característica, una historia o una cultura es un camino que, aunque suene bonito hoy, puede esconder una amenaza muy potente. La mejor forma de asignar poder es la que proclama el pueblo soberano a través de votaciones libres e informadas. Me parece que todo lo demás está más allá de los límites de la democracia.
Pero el inciso es claro. Significa que, en virtud de su identidad originaria, ciertos ciudadanos (y no otros) tienen garantizada la participación en el «ejercicio» y en la «distribución» del poder. Tienen asegurada nada menos que la «representación política» a nivel comunal, regional y ¡nacional! Y además en la «estructura del Estado, sus órganos e instituciones».
El argumento a favor de esto está basado en la discriminación histórica y en la marginación actual de los pueblos originarios. No creo que haya una relación lógica entre esto y lo que dice el inciso. A mi entender, un sistema democrático sano combate discriminación y marginación a partir de políticas públicas y principios generales de la actuación del Estado, sobre todo en los campos de la economía, la educación y la cultura, no saltándose la voluntad soberana expresada a través del voto. Me parece un inciso muy complicado para la concordia futura del país. Así que es otro botón de rechazo. Al menos para mí.
La mejor forma de asignar poder es la que proclama el pueblo soberano a través de votaciones libres e informadas. Me parece que todo lo demás está más allá de los límites de la democracia.
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Con respecto al «buen vivir» tengo un rechazo más emocional que intelectual. El «buen vivir» es un concepto basado en las cosmovisiones originarias. En la formulación académica se le opone a la estructura capitalista de desarrollo y consumo. «La riqueza no consiste en tener y acumular la mayor cantidad de bienes posibles, sino en lograr un equilibrio entre las necesidades fundamentales de la humanidad y los recursos disponibles para satisfacerlas», sostiene el investigador Fernando de la Cuadra.
Es evidente que el modelo extractivo capitalista tiene graves consecuencias y que la idea general del «buen vivir» tiende a solucionarlas (al menos retóricamente). Mi problema, de nuevo, es «casar» la Constitución con un modelo. Creo que no era necesario mencionarlo ni obligar al Estado a reconocer ni promover el «buen vivir».
El «buen vivir» no se ha probado en sociedades masivas, con mega urbes conectadas y millones de personas. Hay cosas que damos por sentadas. La seguridad alimentaria, el agua caliente, el transporte público, la medicina moderna y los viajes, entre otras. Tal vez no queremos reconocer de dónde vienen, porque nos da vergüenza chapotear entre los charcos de sangre del matadero, pero salen de las profundas usinas del capitalismo histórico.
¿No sería más sensato no promover nada? Ni capitalismo ni «buen vivir», poniendo límites medioambientales (por supuesto) y dejando que sea la cultura de la sociedad la que forme el concepto bajo el cual se vive. Yo creo que sí y por eso está aquí, al menos para mí, otro botón para el rechazo. Δ
(*) Alfredo Sepúlveda Cereceda es Licenciado en Comunicación Social por la Universidad de Chile y Máster en Periodismo por la Universidad de Columbia en Nueva York. Es autor de libros sobre historia de Chile y profesor de Historia del Periodismo en la Universidad Diego Portales. Entre sus libros figuran «Bernardo, una biografía de Bernardo O’Higgins», «La Unidad Popular, los mil días de Salvador Allende y la vía chilena al socialismo» y «Breve historia de Chile, de la última glaciación a la última revolución».