Por Alfredo Sepúlveda (*)
Es absurdo pronunciarse «en contra» de derechos que, para más remate, son fundamentales. ¿Cómo se podría, por ejemplo, estar en contra de los derechos que asisten a las personas con condiciones de discapacidad? Me parece evidente que los derechos fundamentales son deseables, y que buena parte de lo que nos puso en el camino de la constituyente y la «solución constitucional» a la crisis política, tiene que ver con el retraso del Estado en asumir que, además de los derechos clásicos basados en la libertad, han aparecido nuevos derechos centrados en la igualdad y la dignidad.
Me parece de toda lógica que cualquier texto constitucional parta por una puesta al día, que no es otra cosa que sintetizar tanto los derechos clásicos como los sociales bajo la idea general de «derechos».
Así las cosas, me parece que este capítulo está medio ajeno a la lógica que impone la polaridad apruebo-rechazo, y que el texto en sí ha sido menos protagonista del debate público que las interpretaciones, bajadas y polémicas asociadas. Uno podría hacer una trampita y emprender un análisis contrafactual: cuáles serían los efectos de determinados derechos que antes no estaban y en esta propuesta sí. Pero, salvo en el caso de la señora Yolanda Sultana, la verdad es que el talento de predecir el futuro no existe y que por más que uno lo disfrace de «proyecciones», nunca va a ser un argumento sólido.
Todo tiene un efecto, y analistas que gusten de hacer aquel ejercicio le achuntarán, en retrospectiva, a veces, y otras veces no, como el gurú brasileño que pronosticaba que habría terremotos en Chile, algún día, alguna vez.
Este capítulo está medio ajeno a la lógica que impone la polaridad apruebo-rechazo, y que el texto en sí ha sido menos protagonista del debate público que las interpretaciones, bajadas y polémicas asociadas.
El otro argumento de análisis de la idea de la ampliación de derechos es el financiero. Es verdad que, si el texto no propende, en general, a un contexto de prosperidad económica, estos derechos entran en letra muerta, a lo Venezuela. Pero por el momento, y ya que vamos capítulo a capítulo, hagamos «como si» estuvieran financiados, para revisar esta parte del texto en su propio mérito.
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Dicho lo anterior, el capítulo no está exento de problemas. Más que en los detalles, en su idea rectora general: expansiva, ambiciosa y desconfiada. Son noventa y algo artículos, que constituyen una cartografía de todas y cada una de las demandas sociales de los últimos treinta años. Están aquí, además de los derechos fundamentales liberales clásicos (derechos humanos, libertades de expresión, movimiento, asociación, privacidad, etcétera), los consensos obvios y a estas alturas ineludibles derivados del movimiento destitutivo de octubre de 2019, los llamados «derechos sociales»: salud, educación, vivienda y previsión. Pero hay, también, derechos relativamente inéditos. O, al menos, es inédito formularlos en forma específica.
Los que asisten a discapacitados y a personas neurodivergentes (entiendo que se refieren a las personas con condición de autismo y otras expresiones cognitivos y emocionales distintas a la norma); los que se refieren al cuidado, a la ciudad y los entornos seguros; los que atañen a la seguridad alimentaria, semillas y alimentación, al agua, la energía, el deporte; los relativos a la sexualidad y la reproducción y a la identidad; los que abordan las religiones, la «muerte digna», el asilo, las cooperativas, el emprendimiento, el consumo, los derechos digitales y de protección de datos, la cultura, la investigación, los derechos lingüísticos y el acceso a las riberas, y los que tocan las garantías que tienen que ver con el acceso a la justicia, procesales y de privación de libertad. Se me quedan algunos en el tintero, pero me da la impresión de que, más que «nuevos», son derivaciones específicas de los derechos humanos generales.
«Los derechos fundamentales son deseables, y buena parte de lo que nos puso en el camino de la constituyente y la ‘solución constitucional’ a la crisis política, tiene que ver con el retraso del Estado en asumir que, además de los derechos clásicos basados en la libertad, han aparecido nuevos derechos centrados en la igualdad y la dignidad».
Además de «los títulos» de los derechos, el texto, en la gran mayoría de ellos, propone bajadas: órdenes, reconocimientos y asignaciones al Estado para que esos derechos existan de determinada manera y no de otra. Este es, quizás, uno de los nudos gordianos del debate público. «Casa de todos» hubiera sido dejar solo los títulos, porque la «bajada» es la visión particular de izquierda que primó en la Convención. Para no aburrir, creo que conviene analizar algunas «polémicas» con respecto a los derechos fundamentales para probar este punto.
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El derecho a la educación (artículos 35 al 37) viene con la prohibición de lucro para los establecimientos del Sistema Nacional de Educación; es decir, los «creados» y los «reconocidos por el Estado». Estos últimos no pueden ser sino los actuales particulares-subvencionados (que ya no pueden lucrar) y los privados, que sí pueden hacerlo. Entonces no es solo un derecho a la educación, sino una prohibición de que el lucro sea parte de la ecuación. ¿Qué va a pasar con los establecimientos privados? Lo ignoro, pero bien puedo deducir que no podrían seguir igual que ahora.

El derecho a la salud viene con un Sistema Nacional de Salud. Hasta ahí, yo entiendo que ese sistema convive con los privados, igual que lo hace Fonasa ahora. Pero la Propuesta abre la puerta para que la ley establezca aportes solidarios a este sistema por parte de empleadores y trabajadores. No habría un obstáculo constitucional para que esa futura ley establezca el oxímoron de la solidaridad obligatoria: que trabajadores que no son parte del Sistema Nacional de Salud deban concurrir también a aquel financiamiento.
El derecho al trabajo viene con el de sindicalización y huelga. Esta última es entendida en un sentido amplísimo, al punto que los intereses defendidos por los sindicatos mediante una huelga quedan a completa decisión de los sindicatos, sin que puedan ser limitados por ley.
Los derechos sexuales y reproductivos vienen con la polémica del aborto libre: el Estado debe garantizar las condiciones «para una interrupción voluntaria del embarazo». Luego se señala que será una ley la que regulará el ejercicio de este derecho. El senador Felipe Kast (Evópoli) ha estirado el elástico del argumento hasta el extremo de señalar la posibilidad de un aborto a los nueve meses de gestación. Aunque la idea es absurda, porque como bien dijo la ex convencional Patricia Politzer «eso se llama parto», es cierto que ya que el texto no entró en la delimitación temporal del aborto, al esquivar el bulto, se compró un «casus belli»: no es un tema sobre el que exista un consenso social fácil y acaso los partidarios del aborto perdieron una oportunidad de oro al no limitarlo en la constitución.
El capítulo no está exento de problemas. Más que en los detalles, en su idea rectora general: expansiva, ambiciosa y desconfiada. Son noventa y algo artículos, que constituyen una cartografía de todas y cada una de las demandas sociales de los últimos treinta años.
Personalmente yo me hubiera limitado a despenalizarlo. Es un tema sobre el que no hay acuerdo, y probablemente nunca lo habrá. Creo que debe ser la sociedad civil la que lo provea, y el Estado tiene que tener un rol prescindente. En ningún caso, eso sí, criminalizar a las mujeres o prestadores.
El derecho a la propiedad ha sonado por la ambigüedad del mecanismo expropiatorio. Detrás de esto está todo el tema de restitución de tierras a los pueblos originarios. El motivo para una expropiación puede ser, simplemente, «interés general» declarado por el legislador (no se señala si el Congreso o la Cámara ni quórums) y el monto es el «precio justo».
En la actualidad, el monto por expropiación es el valor de mercado. Para mí, no es un tema de si es uno u otro, sino que una expropiación no es una transacción libre en la que el «precio justo» podría ser lógico, sino una imposición que el Estado le hace a un particular: se le quita su derecho a la propiedad. El Estado no puede, a la vez que usa su poder legislativo para este efecto, argumentar que el pago que debe realizar tiene, además, que ser «justo» (para él también). El Estado, al menos, tiene que imitar la condición que tendría el privado si accediera voluntariamente a la transacción; es decir, el precio de mercado.
En una de esas el «precio justo» es mayor que el de mercado. Pero la idea aquí no es el monto de plata, sino el principio detrás del mecanismo. Me parece que, aun considerando que el texto permite la apelación, hay una profunda incomprensión de la mecánica expropiatoria. Con ello, la discusión se ha desplazado hacia la negación del derecho de propiedad.
Yo me hubiera limitado a despenalizar el aborto. Es un tema sobre el que no hay acuerdo, y probablemente nunca lo habrá. Creo que debe ser la sociedad civil la que lo provea, y el Estado tiene que tener un rol prescindente. En ningún caso, eso sí, criminalizar a las mujeres o prestadores.
Por último, más que polémico, inédito: sostener que la naturaleza es sujeto de derechos, como si «la naturaleza» pudiera argumentar esto en un tribunal de justicia. Como coro griego, o estribillo de canción con esquema «A-A-B-A-A-B», aparece la cuestión de los pueblos originarios: se reafirma que entre los derechos colectivos están los que les corresponden a ellos. Y ocurre lo mismo en salud, alimentación y agua.
El 66 consagra que tienen derecho a ser consultados frente a decisiones administrativas y legislativas que les afecten (en estricto rigor, no se señala que esa consulta deba ser vinculante para quien la genera). Y el 79 les reconoce el derecho a sus «tierras, territorios y recursos» (¿en términos de propiedad, es decir, expropiables también con «precio justo»?).
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Hay un tono, que recorre el capítulo, que tiene que ver con estas «bajadas». Es como si el texto estuviera negociando con Sergio Jadue. O sea, como si reforzara hasta la última coma, porque al frente tiene un pillo profesional, y no solo en lo que respecta a los pueblos originarios. Pienso que estas bajadas no son otra cosa que la profunda desconfianza con que la Convención se instaló con respecto al poder, a «los poderosos» y, en el fondo, al sistema político como un todo.
Creo que en buena parte de esta redacción hay una desconfianza hacia el sistema democrático como un mecanismo pacífico de resolución de conflictos y, desde la Constitución, se le pone una serie de pesos de plomo para que las cosas resulten como la Convención las quiso, y por muchos años.
Esto tiene pleno sentido, considerando el trayecto de desconfianza hacia la democracia y la fragmentación de partidos políticos que nos trajo hasta acá (si es que la tesis hegemónica detrás del 18 de octubre es correcta). Pero el texto no puede ser solo un comentario político sobre un momento del tiempo. Debe superar el presente y mirar al futuro.
Estas polémicas son, a mi juicio, disparos en el pie de un texto que, siendo menos ambicioso, hubiera alcanzado más. Me atrevo a decir -capitán después de la batalla- que, incluso sin esta redacción reivindicatoria y acaso desconectada de la tradición histórica, este capítulo podía ser una fuente de consenso gigantesca, que acercara al texto al 78% que tuvo el plebiscito de entrada.
Hay un tono, que recorre el capítulo. Es como si el texto estuviera negociando con Sergio Jadue. O sea, como si reforzara hasta la última coma, porque al frente tiene un pillo profesional, y no solo en lo que respecta a los pueblos originarios.
Entre las cosas sumamente valiosas está la consagración, a nivel constitucional, de los derechos de las personas discapacitadas y del mundo de los cuidados: la valorización del mundo doméstico como trabajo es un gigantesco paso adelante que no se puede perder.
El capítulo es moderno al preocuparse de los derechos digitales y la «muerte digna», y también al obligar al Estado a proveer a los ciudadanos de «entornos seguros»: hay un «derecho a la ciudad» que me resulta muy interesante. Ya era hora, además, de que alguien se ocupara de los presos: solo están privados de libertad, pero de ningún otro derecho.
Hay, también, algunas rarezas redaccionales que pueden causar dolores de cabeza. Al consagrar el derecho a la manifestación (art. 75) ésta incluye los lugares «privados» y «sin permiso previo». Creo también que la libertad de enseñanza se enreda con el concepto de «autonomía progresiva» de los niños.
Lo de la seguridad alimentaria tal vez merece una columna aparte, pero en resumen ésta es mi posición: fue el capitalismo el que, al menos para Chile, la logró. No entiendo por qué es un tema constitucional. La veo como una suerte de rémora de nuestro pasado autárquico y desarrollista, en el que sí era un problema.
Hay un «derecho a la ciudad» que me resulta muy interesante. Ya era hora, además, de que alguien se ocupara de los presos: solo están privados de libertad, pero de ningún otro derecho.
El asilo y el refugio están garantizados de manera amplia. Esto puede tener problemas prácticos. Pero, sin ser populista, si no estamos dispuestos a aceptarlos, cambiemos la parte del himno que dice que somos «el asilo contra la opresión».
Por último, algunas cosas que, como periodista, me son de gran interés. Los artículos 82, 83 y 84 se relacionan con lo que antes era, en términos generales, la «libertad de expresión». El texto consagra un derecho nuevo en este ámbito: el «derecho a la comunicación social», en el que, básicamente, y si lo entiendo bien, se consagra un derecho a participar, como ciudadano, en el ecosistema comunicativo, de alguna manera «igualando voces». No he reflexionado en profundidad sobre esto, de modo que lo dejo hasta aquí.
Hasta cierto punto, me alegro de no tener la obligación de desechar o aprobar este capítulo. Simplemente diré que espero que el espíritu general de ampliación de derechos -desde los clásicos a los sociales- se mantenga en cualquier texto que tengamos. Sea este u otro. Δ
(*) Alfredo Sepúlveda Cereceda es Licenciado en Comunicación Social por la Universidad de Chile y Máster en Periodismo por la Universidad de Columbia en Nueva York. Es autor de libros sobre historia de Chile y profesor de Historia del Periodismo en la Universidad Diego Portales. Entre sus libros figuran «Bernardo, una biografía de Bernardo O’Higgins», «La Unidad Popular, los mil días de Salvador Allende y la vía chilena al socialismo» y «Breve historia de Chile, de la última glaciación a la última revolución».