Por María Isabel de Martini (*)
Apruebo porque la nueva Constitución da un paso democratizador esencial, al eliminar dos enclaves: los altos quórums legislativos y el control preventivo del Tribunal Constitucional, que han impedido avanzar en transformaciones sociales imprescindibles. Establece un Estado Social de Derecho, eliminando el Estado Subsidiario consagrado por la dictadura. Incorpora mecanismos de la democracia directa, ineludibles si pretendemos fortalecer nuestra democracia. Avanza, además, hacia la real descentralización del país, amplía el catálogo de los derechos ciudadanos, establece la democracia paritaria y busca darles a los pueblos originarios la calidad de «ciudadanos de primera categoría» (cito palabras del senador de RN Manuel José Ossandón).
Con el texto constitucional en mano, la dualidad apruebo-rechazo no puede entenderse como una extensión del clivaje derecha-izquierda. Tampoco puede leerse en la lógica de «un país dividido», como se desprende de la lectura de la polarización. No cabe tampoco comprenderlo como una dicotomía entre «los de arriba y los de abajo», o entre «los de Plaza Italia y los de Plaza Dignidad».
La definición ciudadana en el plebiscito de salida del 4 de septiembre es, sobre todo, una forma de elegir entre el mundo que conocemos y el que está emergiendo a gran velocidad. No es una disputa entre dos países, sino entre dos momentos históricos.
La definición ciudadana en el plebiscito de salida del 4 de septiembre tiene mucho de todo ello, obviamente. Pero es, sobre todo, una forma de elegir entre el mundo que conocemos y el que está emergiendo a gran velocidad. No es una disputa entre dos países, sino entre dos momentos históricos.
En el mundo que se ve más allá de nuestra ventana están la economía circular, el desarrollo productivo con inteligencia artificial, la electromovilidad, la transición energética, las múltiples posibilidades de la sexualidad y el género, la visibilización de lo no-normativo, los derechos de los animales, el veganismo como estilo de vida, el consumo de productos reciclados y reutilizados, el replanteamiento de las comunidades y el trabajo colaborativo, la corresponsabilidad en distintas áreas y, por encima de todo, como una nube, el calentamiento global y los múltiples impactos que seguirá generando hasta que lo detengamos (si es que lo detenemos).
El planeta está en riesgo y cada país se ve obligado a enfrentar las olas de calor y de frío, de sequías y lluvias extremas, de migraciones y crisis productiva y alimentaria. Chile ha generado diversas políticas estatales para la adaptación y la mitigación de los efectos del cambio climático, pero la nueva Constitución amplía el eje y cambia el paradigma. Ese es uno de sus puntos centrales: se hace cargo de la urgencia y la enfrenta. Este país está particularmente obligado a asumirla, por lo demás.
La evidencia científica muestra que Chile es una de las zonas del planeta donde más impactará el aumento de la temperatura global, por lo que en las próximas décadas vivirá sequías extremas que afectarán a los sectores productivos y a la economía del país.
La pérdida de biodiversidad impactará en la producción de alimentos y habrá menor disponibilidad de agua. El efecto sobre el bienestar de las personas es ineludible y será más profundo y negativo en los grupos sociales más vulnerables. «Hay una profunda conexión entre los derechos humanos y el impacto del cambio climático. La inacción puede conducir a la violación de esos derechos», dijo la ministra de Medio Ambiente, Maisa Rojas, en el reciente encuentro del Diálogo Climático de Petersberg, realizado en Berlín.
Chile ha generado diversas políticas estatales para la adaptación y la mitigación de los efectos del cambio climático, pero la nueva Constitución amplía el eje y cambia el paradigma. Ese es uno de sus puntos centrales: se hace cargo de la urgencia y la enfrenta.
El nuevo texto constitucional comprende esa conexión entre la emergencia climática y los derechos ciudadanos, al punto de que consagra un Estado ecológico (art. 1) y estipula como su deber «adoptar acciones de prevención, adaptación y mitigación de los riesgos, las vulnerabilidades y los efectos provocados por la crisis climática y ecológica» (art. 129).
También establece y consolida la protección de la naturaleza y del medio ambiente en gran parte de sus artículos y le dedica un capítulo completo, el tercero. La constitución genera un cambio radical al establecer un vínculo diferente entre los seres humanos y la naturaleza en al menos dos artículos. Uno: «El Estado reconoce y promueve el buen vivir como una relación de equilibrio armónico entre las personas, la naturaleza y la organización de la sociedad» (art. 8). Y el otro: «La naturaleza tiene derecho a que se respete y proteja su existencia, a la regeneración, a la mantención y a la restauración de sus funciones y equilibrios dinámicos, que comprenden los ciclos naturales, los ecosistemas y la biodiversidad» (art. 103).
Esta nueva relación se transmite a través de la educación ambiental garantizada (art. 39) y la conciencia ecológica (art. 35) y queda institucionalizada en la justicia ambiental (art. 333) y en la Defensoría de la Naturaleza (art. 148), órgano autónomo del Estado con atribuciones para fiscalizar y deducir acciones constitucionales y legales en caso que instituciones del Estado o entidades privadas vulneren esos derechos.
En el catálogo de derechos sociales el texto incluye los ambientales: el derecho humano al agua y al saneamiento suficiente, saludable, aceptable, asequible y accesible (art. 57); el derecho a la energía asequible y segura (art. 59); el derecho a un ambiente sano (art. 104), y el derecho al aire limpio (art. 105).
El Estado ecológico es un amplio marco hacia la preservación, la gestión medioambiental, la educación para la sostenibilidad, la institucionalidad ambiental y la evaluación del modelo productivo. En adelante, Chile podrá organizarse mejor para enfrentar este momento histórico.
Un estatuto sobre los Bienes Comunes Naturales (art. 134) –y la custodia del Estado sobre ellos– redefine el uso y la inapropiabilidad de «el mar territorial y su fondo marino; las playas; las aguas, glaciares y humedales; los campos geotérmicos; el aire y la atmósfera; la alta montaña, las áreas protegidas y los bosques nativos; el subsuelo». Plantea, además, una gestión «democrática y solidaria» de ellos y su preservación por «el interés de las generaciones presentes y futuras».
Y el Estatuto de las Aguas dispone que «el agua es esencial para la vida y el ejercicio de los derechos humanos y de la naturaleza. El Estado debe proteger las aguas, en todos sus estados y fases, y su ciclo hidrológico» (art. 140). Crea, además, una institucionalidad para la conservación y preservación, con una Política Nacional Hídrica a cargo de la Agencia Nacional del Agua (art. 142).
El que la nueva constitución tenga una marca ambiental tan profunda, se debe en parte a los «eco constituyentes», los 34 convencionales que provienen de los movimientos sociales o de la ciencia y la academia. Son personas que conocen con mayor profundidad la crisis ambiental y sus implicancias.
El Estado ecológico es un amplio marco hacia la preservación, la gestión medioambiental, la educación para la sostenibilidad, la institucionalidad ambiental y la evaluación del modelo productivo. En adelante, Chile podrá organizarse mejor para enfrentar este momento histórico, un concepto que se refiere a aquel momento en que está en juego el porvenir de la humanidad o de una parte importante de ella. Δ
(*) María Isabel De Martini es periodista. Fue editora de Política, editora de Reportajes y editora Coordinadora en el diario La Tercera y editora de Actualidad en Revista Caras y editora de Política en revista Qué Pasa. Hoy es académica de la Universidad Diego Portales (UDP) y se dedica a la comunicación estratégica.