Es probable que pocos sentimientos colectivos incomoden más a un español de gran ciudad que aquello de ser (o parecer) paleto. Paleto que es igual a cateto, iletrado o pueblerino. Huaso, diríamos en Chile. Hablo de esto desde el conocimiento puntual que llegué a tener tras unos cinco años de vida madrileña, justo en los albores de este siglo XXI que se ha vuelto tan convulso.
El trauma de no ser vistos por el primer mundo occidental moderno acompañaba a muchos españoles que conocí. Se lee al respecto en ensayos históricos y se palpa también en vivo y en directo, cuando se habla de este tema -o se cae en él- entre tapas y cañas. Por esta especie de deuda será que formar parte de la Unión Europea, al menos en el papel, se veía en su minuto como un avance hacia la merecida europeidad. Por lo mismo será que existe en la península una ciudad como Barcelona, cuyos habitantes parecen mirar todo el tiempo hacia el otro lado de los Pirineos en vez de hacia la vasta y árida llanura castellana.
La paradoja, lo lindo, lo cautivador es que el legado cultural y creativo que un distinguido español nos entrega es absolutamente aldeano.
La paradoja, lo lindo, lo cautivador es que el legado cultural y creativo que un distinguido español nos entrega es absolutamente aldeano. Este caballero en cuestión oficia como cineasta, se llama Pedro, se apellida Almodóvar y es doctor honoris causa por la muy refinada e internacional Universidad de Oxford. Nacido en una familia de arrieros de La Mancha y educado por curas en Extremadura, es -al menos de juventud y en origen- lo que podría llamarse un auténtico campesino.
Netflix, que es una plataforma bien bendita, aunque haya que buscar mucho a veces en sus listas, nos acaba de estrenar lo último de Pedro Almodóvar. Hablamos de un relato íntimo en torno a la herencia genética y familiar y se llama “Madres paralelas” (2021). Su protagonista es Penélope Cruz, espléndida al borde los 50 años y soberbia como actriz.
El detonador de la historia es bien “almodovariano”, aunque a los chilenos nos debiera sonar conocido, porque tuvimos un caso similar en el hospital de Talca hace solo 15 años. A dos mamás, una muy joven y otra ya en su madurez, les cambian las guaguas antes de devolverse a sus casas. La mayor, que es fotógrafa, lleva años intentando que se haga en su pueblo la excavación de una fosa común de la guerra civil. En ese sitio -se cree- fueron enterrados jóvenes hombres ejecutados a mansalva una noche por el ejército de Francisco Franco.
“Madres paralelas” es un relato íntimo en torno a la herencia genética y familiar. Su protagonista es Penélope Cruz, espléndida al borde los 50 años y soberbia como actriz.
Como siempre con Almodóvar, en esta película se cruzan personajes insólitos y sobre todo circunstancias que definen la condición humana. Hay violación, hay infidelidad, hay silencio culpable, hay asesinato, hay madres desafiadas en su papel de madres, hay roles al borde de lo insano, hay tanto dolor. Esta vez, y como viene siendo patrón en los últimos años, escasea ese humor absurdo que solía haber cuando el contexto creativo de Pedro, como le llaman sus amigos en la alfombra roja, era con drogas y marcha madrileña.
La bendición del bendito Netflix es que, junto con este estreno, cayó en la plataforma toda una serie de películas de Almodóvar. Están -entre otras- “Tacones lejanos”, “Hable con ella”, “La mala educación”, “Carne trémula”, “Volver” y, sobre todo, están “La flor de mi secreto”, con Marisa Paredes, y esa maravilla de los años 80 que es “La ley del deseo”. Hay muchos filmes disponibles porque Almodóvar es prolífico y diverso, aunque -y ese es el asunto- no tan diverso en realidad.
Criado en la España de postguerra, esa de aldeas blancas, autos Seat y niños patipelados, Almodóvar es un creador que vuelve una y otra vez a sus orígenes, al pueblo. El pueblo es su metáfora de sanación y, si uno hace el ejercicio de seguir la línea de sus filmes, salta a la vista.
Criado en la España de postguerra, esa de aldeas blancas, autos Seat y niños patipelados, Almodóvar es un creador que vuelve una y otra vez a sus orígenes, al pueblo. El pueblo es su metáfora de sanación y, si uno hace el ejercicio de seguir la línea de sus filmes, salta a la vista.
En ese mundo de calles silenciosas y mujeres sororas, pero copuchentas, es donde sus héroes y heroínas encuentran la redención, el cobijo, la oportunidad, la transmutación para los traumas que acarrea el vivir la loca vida en la gran ciudad.
Es muy interesante observar cómo el cineasta español más internacional de todos es, precisamente, el más local. Para él pareciera que lo paleto, lo no europeo, la casa de puertas de madera y postigos que guardan un interior de secretos antiguos, es aquello que devuelve al alma al cuerpo, el tecito espiritual que todo lo remedia.

Más interesante aun es comprobar una y otra vez que ese sentido de localidad acogedora es resguardado por señoras. Las que cuidan al hijo obsesivo hasta la delincuencia, las que tejen y cantan para conjurar penas de amor, las que reciben a la vieja compañera que al fin regresa a casa, las que acogen a la juventud inexperta y golpeada por un mundo de asfalto y noche demasiado intenso.
En un planeta transformado -y aterrorizado- por una pandemia global, recurrir al breve universo pueblerino de Almodóvar es como respirar aire sin barbijo. Es un regalo, es un lujo y -por cierto- es una gran diversión. Es el obsequio inesperado de una de las tecnologías más modernas y menos catetas de todas. Eso que los entendidos llaman el streaming y que es, sin duda, un invento pergeñado por alguno que viene de alguna gran ciudad. Δ